Usted cree en DIOS?
A un señor que pasaba por Foggia, le pidió un amigo que entregase una
carta urgente al Padre Pío y esperase la respuesta. Llegado al monasterio,
quiso entregar la carta al primer fraile que encontró al paso, diciendo: "Es
para el Padre Pío. Vengo de lejos; hace cincuenta hora que viajo y no
tengo tiempo que perder. Le pido que me traiga la contestación la mas
pronto posible".
El fraile contesto sonriendo: "Aquí no es cuestión de apresurarse; esta es
la morada de la paciencia. Vamos a entregar su carta y usted podrá ver al
Padre Pío cuando vaya a la sacristía". La puerta volvió a cerrarse y el
viajero se encontró rodeado de gente cuya presencia no había observado
antes. Su expresión de cansancio y decepción hizo que un joven oficial se
le acercase y le ofreciera acercarlo a la sacristía y mostrarle el lugar mas
apropiado para ver al capuchino. Mientras tanto una multitud heterogénea
llegada de todos los rincones de Italia, a juzgar por los dialectos, iba
llenando la sacristía. Había comerciantes, industriales, estudiosos,
médicos, etc. Nuestro amigo observaba con asombro a esas personas que
parecían estar muy a sus anchas, que no eran ni beatos ni fanáticos, y su
asombro creció al escuchar las cosas maravillosas que contaban, del
Padre Pío. Pero entonces - de que clase de hombre se trataba?.
Luego de esperar cerca de dos horas, lo vio entrar con su paso lento,
pálido, con unos ojos claro bajo una frente espiritualizada: "Un monje como
otro cualquiera!", penso el viajero. Pero cuando el sacerdote levanto la
vista y empezó a hablar a cada uno con su sencillez, su afabilidad y su
extraordinaria sonrisa , se sintió de pronto desarmado, liberado como por
encanto de la mas leve sombra de desconfianza. Una dulzura nueva, una
inusitada ternura lo invadió. Una fuerza misteriosa, irresistible lo impulso a
abrirse camino entre los fieles para acercarse a aquel hombre al que todos
parecían conocer desde hace tiempo atrás.
El Padre lo miro.
- Y usted, - quien es? - Que quiere de mi? - Añadió sonriendo
El viajero le entrego la carta.
Esta bien - Dijo, después de echarle una ojeada -, pero no puedo contestar
en seguida. Y por usted - no puedo hacer nada? - piensa irse
inmediatamente? - no tiene ganas de confesarse?.
- Realmente, no comprendo su modo de portarse - balbuceo confuso el
otro. - Cuanto tiempo hace que no se confiesan?
- Desde que tenia siete años.
Pero, Usted cree en DIOS?
- Claro que si.
- Y sus oraciones?
- Las que me enseño mi madre las he olvidado.
Y el Padre Pío, mirando el viajero en los ojos: - cuando acabara usted con
esa horrible vida que lleva?.
Veo la blasfemia en sus labios.
"Horrible vida"- por que ? Esas palabras parecieron herir profundamente al
viajero.
- Que sabia el sacerdote de su vida personal, acaso no era posible
portarse honestamente fuera de la Iglesia? Sin embargo se sentía
perturbado como si hubieran puesto su alma al desnudo.
- Vaya a apuntarse para la confesión y luego vuelva - prosiguió el Padre
mirándolo con severidad -. Usted ya no es un chico. Puede morir en
cualquier momento y ser llamado al divino Tribunal.
Jamas le había hablado a nadie en esa forma. Dos días después - ya que
se le había desvanecido todo deseo de partir - nuestro hombre se presenta
al sacerdote, tan aterrado como quien tiene que zambullirse en el mar sin
saber nadar. Pero ya no era el momento de titubear.
- Padre, quiero confesarme, pero usted me tendrá que ayudar.
- Ha hecho bien en venir.
Y empezó el confesor a hacer preguntas a las que contestaba el penitente.
Poco a poco, mientras sentía aliviarse su conciencia del peso de sus
pecados, vio que el Padre palidecía, sudaba y que la boca se le crispaba.
Penso que su confesor sufría mas que el mismo, cosa que lo sorprendió
mucho, pues no comprendía que el discípulo de CRISTO estaba torturado
por las ofensas cometidas contra su Señor. Conmovido, el penitente
decidió poner fin a ese tormento:
- Escuche, Padre, le he hablado con toda franqueza. No siga
interrogándome: he cometido todos los pecados imaginables menos
cuatro. Y los nombro.
Pío se sintió aliviado. Miro al hombre, estupefacto y reconfortado. "Es
exacto", afirmo.
- Pero estoy aferrado a estas faltas; me son tan necesarias como el aire
que respiro.
- Ya encontraremos una solución.
Y lo despidió, dándole por penitencia que rezara durante cuatro meses una
oración a San Miguel Arcángel.
Ni bien salió nuestro hombre del confesionario se acerco otro penitente
pero el Padre bañado en sudor y pareciendo sufrir las mas grandes
torturas se levanto extendiendo los brazos: "Basta, basta por ahora!". No
podía soportar mas.
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