El Padre Pío, antes de morir, quería dejar constancia públicamente de su fidelidad a la Iglesia y al Papa. El 12 de septiembre escribió a S.S. una larga carta llena de amor y de obediencia: «Sé que en estos días vuestro corazón sufre mucho por el destino de la Iglesia, por la paz del mundo, por las necesidades tan numerosas de los pueblos, pero sobre todo a causa de la falta de obediencia de algunos... Os ofrezco mi oración y mi sufrimiento cotidiano (...) con el fin de que el Señor os conforte con su gracia para seguir el recto y difícil camino de la verdad eterna que no cambia nunca aunque los tiempos cambien.» Esta carta fue su último acto público. 20 de septiembre de 1968, viernes, quincuagésimo aniversario de su estigmatización y día señalado para el IV Congreso Internacional de los Grupos de Oración. El Padre celebró misa a las cinco de la mañana y pasó el resto de la mañana en el confesonario. ¡Admirable don! Por la noche, procesión de antorchas en la explanada, pero el Padre no apareció en su ventana. El sábado guardó cama a causa de una crisis bronquial con complicaciones. Por la noche asiste al cierre del primer día del Congreso y bendice a sus hijos espirituales desde la tribuna de la iglesia.
La última misa El domingo, cincuenta ramos de rosas rojas envuelven el altar y recuerdan otros tantos años de ininterrumpido sangrar, de crucificado sin cruz, de participación en la Pasión de Cristo, traídos por los delegados de setecientos Grupos de Oración llegados de todas partes. A éstos se sumaron un sinnúmero de peregrinos. –Padre, celebre usted una misa solemne y cantada –le pidió el padre guardián. Como era de esperar, obediente, sin fuerzas, no se sabe cómo, pero lo hizo, ayudado por sus hermanos Honorado, Valentona y Guglielmo. Su última misa. Testigos cuentan que le vieron moribundo, intentó cantar, pero no pudo... al terminar, se habría desplomado si el padre Guglielmo no lo hubiese sujetado, y por primera y última vez tuvieron que recogerlo en el altar con la silla de ruedas. Al alejarse, dirigió una impresionante mirada a los fieles, y tendiéndoles los brazos como si quisiera abrazarlos, se despidió con un susurro: –Hijos míos, queridos hijos míos. El fiel Pagnossin, presente aquel día, bien situado arriba en la tribuna, hizo unas cuantas fotografías. Cuál no sería su sorpresa al revelarlas: –Mirad, el Padre Pío ya no tiene los estigmas. Efectivamente, habían desaparecido. Los hermanos no se dieron cuenta hasta el momento de su muerte y también tomaron fotografías: –Hermano, mira, ya no tiene las llagas. –Sí, hermano, fíjate, en su lugar qué piel más suave y lisa... –Como la de un recién nacido. Se supone que habían desaparecido el mismo día 20, cuando cumplían los cincuenta años. Era el anuncio de que la misión del Padre había terminado
.Plácida agonía y triunfo póstumo Aquel día 22 de septiembre, después de una breve aparición saludando con el pañuelo y bendiciendo con la mano, se retiró a su celda. A las seis de la tarde asistió a misa desde la tribuna y volvió a retirarse. El padre Pellegrino le acompañaba, él lloraba en silencio. Pasada la medianoche, quiso confesarse y dirigió un ruego al padre Pellegrino: –Escucha, si el Señor me llama hoy, pide perdón por mí a mis hermanos por todas las molestias que les he causado. Pídeles, y también a mis hijos, que recen por mi alma. Después quiso renovar su profesión religiosa y consagración de sí mismo y de su vida al Señor. A la una y cuarto, el padre Pellegrino decidió llamar a sus hermanos y al doctor Sala. Se le administraron los últimos sacramentos, que recibió con plena lucidez. A las 2’30 de aquel día, 23 de septiembre de 1968, dulcemente, con el rostro sereno lleno de paz y un rosario entre las manos, el Padre Pío de Pietrelcina entregó su alma a quien ya se la había ofrecido junto con su vida entera. Con el doctor Sala presente, los hermanos descubrieron la desaparición de los estigmas; en su lugar, ni una cicatriz, ni una señal quedaba del calvario padecido para gloria de Dios y salvación de los hombres. Durante toda su vida, sólo había buscado una cosa, cumplir la Voluntad de Dios.
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