ÁNGEL ENFERMERO
Cuando estaba enfermo y no había nadie que le pudiera ayudar en un momento determinado, era su ángel quien le hacía pequeños servicios. El padre Paolino cuenta al respecto: Viviendo con el padre Pío, llegué a tenerle cierta confianza. Cuando estaba enfermo, sudaba mucho y tenía necesidad de ayuda para cambiarse. Muchas veces yo estaba tan cansado que, apenas iba a la cama, me quedaba dormido. Un día le dije: - Si quieres que te ayude de noche, mándame tu ángel para que despierte. - Está bien. Ese día a medianoche fui despertado bruscamente. Pensé de inmediato en el padre Pío, pero me quedé dormido de nuevo. A la mañana siguiente, le dije que había sentido que me despertaban y de nuevo me había dormido. Le dije: - ¿Para qué ha venido su ángel a despertarme, si me ha dejado dormir otra vez? Si viene, que me despierte de modo que me levante. En la tarde de ese mismo día, le recordé lo mismo. En la noche me desperté y de nuevo me dormí. La tercera noche desperté de nuevo y me levanté corriendo para ir a la celda del padre Pío. Le pregunté qué necesitaba y me respondió: - Estoy lleno de sudor y no puedo cambiarme solo . Las otras noches ¿quién lo cambiaba? Con seguridad su ángel. En 1965 yo (P. Alessio Parente) pasaba parte de la noche acompañando al padre Pío y por la mañana debía acompañarlo hasta el altar. Después guardaba sus guantes y me iba a mi celda a descansar un poco. Muchas veces, cuando no me despertaba a tiempo, sentía a alguien tocar fuerte en mi puerta. A veces, sentía en mi sueño una voz que me decía: “Alessio, levántate”. Un día no me desperté ni para la misa ni para acompañarlo después de las confesiones. Despertado por otros hermanos, fui a la celda del padre Pío y le dije: “Discúlpeme, padre, pero no me he despertado”. Y me respondió: “¿Tú crees que voy a mandarte siempre a mi ángel custodio a despertarte?
ÁNGEL PROVEEDOR
En una oportunidad el padre Pío, vestido de militar, no tenía para pagar el billete del autobús para ir a su pueblo y el ángel lo pagó por él. Era el año 1917, en plena guerra mundial. El padre Pío había ido a Nápoles para el control de su salud en el hospital militar. El 6 de noviembre le dieron licencia por ocho días. Fue a la estación y sacó gratis el billete en tren de Nápoles a Benevento. Tenía una lira de dieta para el viaje. Él dice: A la salida del hospital, atravesé una plaza donde había mercado. Me detuve un poco para observar lo que vendían y se me acercó un hombre que vendía sombrillas de papel por una lira, pero no podía quedarme sin nada, pues debía pagar el viaje (de Benevento a Pietrelcina). Seguí caminando y vino otro vendedor de sombrillas por 50 céntimos. Viendo a aquel hombre que tanto me insistía para llevar el pan a sus hijos, le tomé una y le di 50 céntimos. Él, feliz, se fue. Yo estaba cansado y afiebrado. El tren llegó a Benevento con mucho retraso. Apenas bajé del tren fui a la estación para tomar el autobús para Pietrelcina, pero ya había salido. Tuve que hacer noche en Benevento y pensé en quedarme en la estación para no importunar a los amigos que conocía. Busqué un lugar en la sala de espera, pero estaba llena de gente. La fiebre aumentaba cada vez más y no tenía fuerzas ni para tenerme en pie. Cuando me cansaba de estar quieto, caminaba un poco dentro y fuera de la estación. El frío y la humedad penetraban en mis huesos y así pasaron muchas horas. Me vino la tentación de entrar en el bar de la estación, porque allí el local estaba caliente, pero estaba lleno de oficiales y soldados, esperando trenes y cada uno gastaba su consumo. Yo solo tenía 50 céntimos y pensaba: “Si entro, ¿cómo hago?”. El frío se hacía sentir cada vez más y la fiebre me consumía. Eran las dos de la mañana y no había ni un sitio vacío en la sala de espera ni para echarme a descansar en el suelo. Me encomendé a Dios y a nuestra Madre celeste. No pudiendo aguantar más, entré en el bar. Las mesas estaban ocupadas y esperaba con ansia que alguno se levantara para dejarme un sitio vacío. Hacia las tres y media llegó el tren Foggia-Nápoles, y varias mesas quedaron vacías, pero por mi timidez no me dio tiempo para ocupar ni siquiera una silla. Yo pensaba: “No tengo dinero ni para consumir más de un café y, si me siento, ¿qué ganaría este pobre propietario que se pasa toda la noche trabajando?”. A las cuatro llegaron algunos trenes y quedaron dos mesas vacías. Me acomodé en un rincón, esperando que no lo notaran los camareros. Después de unos minutos, llegaron un oficial y dos suboficiales y se sentaron en la mesa vecina. De inmediato se acercó el camarero y también a mí me preguntó qué quería. Tuve que pedir un café. Los tres tomaron algo y de inmediato se fueron, pero yo me decía: “Si lo bebo pronto, tendré que salir y quiero que el café me dure hasta que llegue el autobús”. Cuando el camarero me miraba, trataba de mover la cucharilla como para mover el azúcar en el café. Por fin llegó la hora, me levanté y fui a pagar. El camarero me dijo gentilmente: “Gracias, militar, pero todo está pagado”. Pensé: “Como el camarero es anciano, quizás me conoce y me quiere hacer una cortesía”. También pensé: “¿Habrá pagado el oficial?”. De todos modos lo agradecí y salí. Llegué al lugar del autobús y no encontré a ninguna persona conocida que me prestara para pagar el billete de Benevento a Pietrelcina, sólo tenía 50 céntimos y el billete costaba 1.80. Confiando en la providencia de Dios, subí al autobús y tomé lugar en uno de los últimos lugares para poder hablar con el cobrador y asegurarle que pagaría el porte a la llegada. A mi costado tomó lugar un hombre grande, de bello aspecto. Tenía consigo una maletita nueva y la apoyó sobre sus rodillas. Partió el autobús y el cobrador se iba acercando a mi puesto. El señor que estaba a mi lado sacó de su maletín un termo y un vaso, echando en el vaso café con leche bien caliente. Me lo ofreció, pero, agradeciéndoselo, traté de no aceptar. Dada su insistencia, acepté mientras él se servía en el vaso del mismo termo. En ese momento llegó el cobrador y nos preguntó adónde íbamos. Todavía no había abierto yo la boca, cuando el cobrador me dijo: “Militar, su billete a Pietrelcina ya ha sido pagado”. Yo pensé: “¿quién lo habrá pagado?”. Y le agradecí a Dios por aquel que había hecho esa buena obra. Por fin llegamos a Pietrelcina. Varios pasajeros bajaron y también bajó antes que yo el señor que estaba a mi lado. Cuando me doy la vuelta para saludarlo y agradecerle, no lo vi más. Había desaparecido como por encanto. Caminando, me volví varias veces en todas las direcciones, pero no lo vi más77 . El padre Pío contaba muchas veces este suceso a sus hermanos, reconociendo que aquel joven había sido su ángel de la guarda. Otro caso que también podemos anotar es el haber dado pan para comer a toda la Comunidad. Era el año 1941, durante la segunda guerra mundial. El pan estaba racionado y cada día iban a pedir comida unos 15 pobres del lugar. El Superior, padre Rafael, refiere que a la hora de la comida del mediodía no había pan para los 10 religiosos ni para los pobres. Dice: Fuimos al comedor y comenzamos a comer la menestra, mientras el padre Pío estaba orando en el coro. De pronto, aparece el padre Pío con bastante pan fresco. Lo miramos sorprendidos y yo le digo: “Padre Pío, ¿de dónde ha sacado este pan?”. Me responde: “Me lo ha dado una peregrina de Bologna en la puerta”. Le respondo: “Gracias a Dios”. Ninguno de los religiosos dijo una palabra: Habían comprendido78. Habían entendido que era un milagro patente que Dios hizo por sus oraciones y, aunque no lo dijo, podemos suponer que lo hizo por medio de su ángel.
Cuando estaba enfermo y no había nadie que le pudiera ayudar en un momento determinado, era su ángel quien le hacía pequeños servicios. El padre Paolino cuenta al respecto: Viviendo con el padre Pío, llegué a tenerle cierta confianza. Cuando estaba enfermo, sudaba mucho y tenía necesidad de ayuda para cambiarse. Muchas veces yo estaba tan cansado que, apenas iba a la cama, me quedaba dormido. Un día le dije: - Si quieres que te ayude de noche, mándame tu ángel para que despierte. - Está bien. Ese día a medianoche fui despertado bruscamente. Pensé de inmediato en el padre Pío, pero me quedé dormido de nuevo. A la mañana siguiente, le dije que había sentido que me despertaban y de nuevo me había dormido. Le dije: - ¿Para qué ha venido su ángel a despertarme, si me ha dejado dormir otra vez? Si viene, que me despierte de modo que me levante. En la tarde de ese mismo día, le recordé lo mismo. En la noche me desperté y de nuevo me dormí. La tercera noche desperté de nuevo y me levanté corriendo para ir a la celda del padre Pío. Le pregunté qué necesitaba y me respondió: - Estoy lleno de sudor y no puedo cambiarme solo . Las otras noches ¿quién lo cambiaba? Con seguridad su ángel. En 1965 yo (P. Alessio Parente) pasaba parte de la noche acompañando al padre Pío y por la mañana debía acompañarlo hasta el altar. Después guardaba sus guantes y me iba a mi celda a descansar un poco. Muchas veces, cuando no me despertaba a tiempo, sentía a alguien tocar fuerte en mi puerta. A veces, sentía en mi sueño una voz que me decía: “Alessio, levántate”. Un día no me desperté ni para la misa ni para acompañarlo después de las confesiones. Despertado por otros hermanos, fui a la celda del padre Pío y le dije: “Discúlpeme, padre, pero no me he despertado”. Y me respondió: “¿Tú crees que voy a mandarte siempre a mi ángel custodio a despertarte?
ÁNGEL PROVEEDOR
En una oportunidad el padre Pío, vestido de militar, no tenía para pagar el billete del autobús para ir a su pueblo y el ángel lo pagó por él. Era el año 1917, en plena guerra mundial. El padre Pío había ido a Nápoles para el control de su salud en el hospital militar. El 6 de noviembre le dieron licencia por ocho días. Fue a la estación y sacó gratis el billete en tren de Nápoles a Benevento. Tenía una lira de dieta para el viaje. Él dice: A la salida del hospital, atravesé una plaza donde había mercado. Me detuve un poco para observar lo que vendían y se me acercó un hombre que vendía sombrillas de papel por una lira, pero no podía quedarme sin nada, pues debía pagar el viaje (de Benevento a Pietrelcina). Seguí caminando y vino otro vendedor de sombrillas por 50 céntimos. Viendo a aquel hombre que tanto me insistía para llevar el pan a sus hijos, le tomé una y le di 50 céntimos. Él, feliz, se fue. Yo estaba cansado y afiebrado. El tren llegó a Benevento con mucho retraso. Apenas bajé del tren fui a la estación para tomar el autobús para Pietrelcina, pero ya había salido. Tuve que hacer noche en Benevento y pensé en quedarme en la estación para no importunar a los amigos que conocía. Busqué un lugar en la sala de espera, pero estaba llena de gente. La fiebre aumentaba cada vez más y no tenía fuerzas ni para tenerme en pie. Cuando me cansaba de estar quieto, caminaba un poco dentro y fuera de la estación. El frío y la humedad penetraban en mis huesos y así pasaron muchas horas. Me vino la tentación de entrar en el bar de la estación, porque allí el local estaba caliente, pero estaba lleno de oficiales y soldados, esperando trenes y cada uno gastaba su consumo. Yo solo tenía 50 céntimos y pensaba: “Si entro, ¿cómo hago?”. El frío se hacía sentir cada vez más y la fiebre me consumía. Eran las dos de la mañana y no había ni un sitio vacío en la sala de espera ni para echarme a descansar en el suelo. Me encomendé a Dios y a nuestra Madre celeste. No pudiendo aguantar más, entré en el bar. Las mesas estaban ocupadas y esperaba con ansia que alguno se levantara para dejarme un sitio vacío. Hacia las tres y media llegó el tren Foggia-Nápoles, y varias mesas quedaron vacías, pero por mi timidez no me dio tiempo para ocupar ni siquiera una silla. Yo pensaba: “No tengo dinero ni para consumir más de un café y, si me siento, ¿qué ganaría este pobre propietario que se pasa toda la noche trabajando?”. A las cuatro llegaron algunos trenes y quedaron dos mesas vacías. Me acomodé en un rincón, esperando que no lo notaran los camareros. Después de unos minutos, llegaron un oficial y dos suboficiales y se sentaron en la mesa vecina. De inmediato se acercó el camarero y también a mí me preguntó qué quería. Tuve que pedir un café. Los tres tomaron algo y de inmediato se fueron, pero yo me decía: “Si lo bebo pronto, tendré que salir y quiero que el café me dure hasta que llegue el autobús”. Cuando el camarero me miraba, trataba de mover la cucharilla como para mover el azúcar en el café. Por fin llegó la hora, me levanté y fui a pagar. El camarero me dijo gentilmente: “Gracias, militar, pero todo está pagado”. Pensé: “Como el camarero es anciano, quizás me conoce y me quiere hacer una cortesía”. También pensé: “¿Habrá pagado el oficial?”. De todos modos lo agradecí y salí. Llegué al lugar del autobús y no encontré a ninguna persona conocida que me prestara para pagar el billete de Benevento a Pietrelcina, sólo tenía 50 céntimos y el billete costaba 1.80. Confiando en la providencia de Dios, subí al autobús y tomé lugar en uno de los últimos lugares para poder hablar con el cobrador y asegurarle que pagaría el porte a la llegada. A mi costado tomó lugar un hombre grande, de bello aspecto. Tenía consigo una maletita nueva y la apoyó sobre sus rodillas. Partió el autobús y el cobrador se iba acercando a mi puesto. El señor que estaba a mi lado sacó de su maletín un termo y un vaso, echando en el vaso café con leche bien caliente. Me lo ofreció, pero, agradeciéndoselo, traté de no aceptar. Dada su insistencia, acepté mientras él se servía en el vaso del mismo termo. En ese momento llegó el cobrador y nos preguntó adónde íbamos. Todavía no había abierto yo la boca, cuando el cobrador me dijo: “Militar, su billete a Pietrelcina ya ha sido pagado”. Yo pensé: “¿quién lo habrá pagado?”. Y le agradecí a Dios por aquel que había hecho esa buena obra. Por fin llegamos a Pietrelcina. Varios pasajeros bajaron y también bajó antes que yo el señor que estaba a mi lado. Cuando me doy la vuelta para saludarlo y agradecerle, no lo vi más. Había desaparecido como por encanto. Caminando, me volví varias veces en todas las direcciones, pero no lo vi más77 . El padre Pío contaba muchas veces este suceso a sus hermanos, reconociendo que aquel joven había sido su ángel de la guarda. Otro caso que también podemos anotar es el haber dado pan para comer a toda la Comunidad. Era el año 1941, durante la segunda guerra mundial. El pan estaba racionado y cada día iban a pedir comida unos 15 pobres del lugar. El Superior, padre Rafael, refiere que a la hora de la comida del mediodía no había pan para los 10 religiosos ni para los pobres. Dice: Fuimos al comedor y comenzamos a comer la menestra, mientras el padre Pío estaba orando en el coro. De pronto, aparece el padre Pío con bastante pan fresco. Lo miramos sorprendidos y yo le digo: “Padre Pío, ¿de dónde ha sacado este pan?”. Me responde: “Me lo ha dado una peregrina de Bologna en la puerta”. Le respondo: “Gracias a Dios”. Ninguno de los religiosos dijo una palabra: Habían comprendido78. Habían entendido que era un milagro patente que Dios hizo por sus oraciones y, aunque no lo dijo, podemos suponer que lo hizo por medio de su ángel.
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